EXCURSIÓN EN BICICLETA
EXCURSIÓN EN BICICLETA
Las chicas de sexto no podían parar quietas mucho tiempo.
- ¿Y si nos vamos a buscar cuevas?
La propuesta fue aceptada por unanimidad: ni una objeción, ni una protesta. Absolutamente todas estuvieron de acuerdo.
Ahora venía la parte más difícil del asunto: ¿dónde buscarlas?
- Por la lancha la Rastraera.
- Por Santa Isabel.
- Pol La Colmena.
Transcurrió un recreo, transcurrió otro, y en el curso del tercero, tomaron por fin una decisión.
- Pues por La Colmena- concluyó Amanda tras contar los votos.
La razón para ir allí no podía ser más convincente: era la zona más alejada y desconocida.
Quedaron para el sábado por la mañana. Hasta entonces tenían tiempo sobrado de hacerse con todo lo que necesitaban: linternas, cuerdas, tizas, cerillas, navajas...
Naturalmente, debían conseguirlo sin que nadie se enterara; o lo mantenían en secreto o su estupendo plan se vendría abajo.
- Si mi madre se entera, no me deja ir.
Y lo mismo que a Tere les ocurría a las demás.
Oficialmente, su aventura sería una excursión en bicicleta.
LA EXPLORACIÓN
El sábado amaneció soleado y tibio. A las diez y media de la mañana, hora de la cita, sólo diez de las diecisiete exursionistas se habían presentado.
Esperaron veinte minutos y no apareció nadie más.
- Bueno, vámonos- dijo Mari Mar, un poco enfadada por la ausencia inexplicada de las otras siete compañeras.
Las diez presentes se pusieron en marcha, tenían un largo camino por delante.
Al cabo de media hora de enérgico pedaleo, llegaron a un campo lleno de lanchas, matojos y árboles. Pero no adonde habían decidido ir, ya que cambiaron de idea durante la marcha y tomaron el camino de El Tiemblo; según Inma, por allí tenían más posibilidades de encontrar lo que buscaban.
El ejercicio les había abierto el apetito, así que, antes de lanzarse a explorar, se sentaron en una lancha y repusieron fuerzas devorando fenomenales bocadillos con rellenos variados: fiambre, queso, embutido, tortilla, y hasta algún sabroso filete.
- Tenemos que esconder las bicicletas- se le ocurrió de pronto a María José.
No habían pensado en eso. Afortunadamente, había cerca unas chaparras lo suficientemente grandes y frondosas como para que pudieran ocultar allí las bicis, y eso hicieron.
Cargadas con las linternas y demás útiles indispensables, emprendieron la exploración del terreno.
- Es mejor que nos dividamos en dos grupos- propuso Rocío.
- Y si unas encuentran algo, ¿cómo avisan a las otras?- objetó Raquel.
Amanda ofreció una posible solución: reunirse en las chaparras de allí a una hora y que cada grupo diera cuenta de sus hallazgos.
- Pero se va a hacer tarde luego para volver a casa, no nos va a dar tiempo a explorar ninguna cueva.
- Bueno, pues volvemos otro día. Sabiendo ya dónde está, vamos derechas a ella y no tenemos que perder tiempo en buscar, como hoy.
La solución propuesta por Raquel fue aceptada y, ya todo resuelto, formaron los grupos. Amanda, Inma, Raquel, Mari Mar y Rocío se ocuparían del este; de la zona oeste se encargarían María José, Pili, Ana, Mari Carmen y Luisa.
Cuando por fin iniciaron la búsqueda, Rocío empezó a lamentarse de no haber podido conseguir unos transmisores. Tan pesada se puso, que agotó la paciencia de Inma, y a punto estuvieron de tener una gran discusión si Amanda, Mari Mar y Raquel no hubieran intervenido para pacificarlas.
- Si nadie tiene la culpa. Ninguna teníamos, pues ya está, para qué darle vueltas.
Con esas palabras, Mari Mar zanjó el incidente.
Recorrieron cuidadosamente su zona. En varias ocasiones creyeron encontrar algo; la primera fue cuando Rocío descubrió un agujero bastante grande al pie de una roca, oculto en parte por unos matojos; al verlo, dio la voz de alarme y sus cuatro compañeras acudieron a toda prisa. Pero lo que parecía ser entrada de una cueva resultó no ser más que un hueco entre la base de la roca y el suelo: nada de corredores subterráneos ni túneles secretos.
La misma decepción se llevaron al explorar otras dos aparentes entradas descubiertas por Raquel y Amanda, respectivamente.
En las tres ocasiones ocurrió lo mismo: Inma puso más empeño que ninguna en seguir buscando, contra toda evidencia.
La hora de reunirse con el otro grupo se acercaba, no cabía error, pues habían sincronizado sus relojes: tenían que emprender ya el regreso a las chaparras. Iban impacientes, tenían la esperanza de que María José, Mari Carmen, Ana, Luisa y Pili hubieran tenido mejor suerte.
Al separarse, éstas habían iniciado su búsqueda con mal pie. Pili quería hacer las cosas de una manera; María José, de otra; y Mari Carmen, Luisa y Ana tenían una opinión diferente. Les costó diez minutos ponerse de acuerdo para empezar de abajo hacia arriba, en lugar de hacerlo de arriba a abajo o de izquierda a derecha. No habían recorrido cincuenta metros cuando un pasadizo entre dos rocas atrajo su atención. Pili se lanzó sin pensarlo entre los peñascos y lo único que pudo anunciar a quienes la seguían fue un desalentado:
- Aquí no hay nada.
Fueron abandonando el estrecho pasaje y se alejaron de allí, siempre hacia arriba.
María José estaba absolutamente convencida de que en esa zona se encontraba la salida de un túnel cuyo punto de partida era el castillo del pueblo. La información que tenía Ana sobre el asunto contradecía la creencia de su compañera, y así se lo hizo saber.
- No, hay uno que va hasta el cerro, hasta la cueva de la Moncloa. Y nadie ha podido salir. Los que han entrado por allí no han vuelto.
- Pero si eso está muy lejos- objetó Mari Carmen.
Luisa, conciliadora, resolvió la situación.
- Pues habrá dos. Y seguro que más; los castillos estaban llenos de pasajes secretos. Por aquí habrá uno y otro donde dice Ana.
Les parecía mentira no haber dado antes con una explicación tan sencilla.
Animadas por la novedad, reemprendieron la exploración con mucho más ahínco y cuidado: en cualquier parte, cubierta de tierra, de matojos o por una piedra, podía estar la trampilla escondida que buscaban, o bien podía tratarse de una puerta como la entrada de una mina, pero oculta por algo, o también de una cueva al final del túnel, con la boca tapada por una roca. La imaginación les sugería muchas cosas. Y la posibildad de llegar a una dependencia del castillo a través de un largo pasadizo secreto avivaba sus ímpetus.
- Aquí hay tierra removida- anunció Luisa muy emocionada.
Las demás corrieron hacia allí y se precipitaron sobre el hallazgo.
- Alguien puede haber encontrado el túnel antes que nosotras- sugirió Mari Carmen.
María José y Pili, entre tanto, habían tomado la parte activa y escarbaban con sendos palos. Siguieron por espacio de un minuto y, ¿qué encontraron?: nada de trampillas, ni túneles misteriosos, sólo una quijada, una enorme quijada de mula.
En lugar de desanimarse, empezaron a reírse con ganas. Se habían equivocado esta vez, pero eso no significaba que fuera a ocurrir siempre lo mismo. Seguro que la próxima pista las conduciría a algo bueno. Se arriesgarían con gusto a encontrar otra quijada.
Reemprendieron su hasta ahora infructuosa búsqueda con el ánimo bien dispuesto. Cuando llegó la hora de regresar, la buena disposicíón se había convertido en desaliento.
- A lo mejor las otras han encontrado algo- intentó animar María José.
Cada grupo esperaba del otro que hubiera conseguido lo que él no había podido lograr.
Cuando se reunieron pudieron verse uno a otro caras sonrientes y ansiosas.
- ¿Habéis visto algo?
Unas y otras esperaban respuesta afirmativa, pero en su lugar escucharon una negación apagada.
- No, ¿y vosotras?
De nuevo la sonrisa de la esperanza iluminó sus caritas manchadas.
- Tampoco.
Ya sí que no cabía ilusión. Allí no había una sola cueva, y si la había, no habían sabido encontrarla.
Era tarde y no tenían tiempo de quedarse allí lamentándolo. Subieron en sus bicicletas y pedalearon camino de casa. María José fue la primera en llegar, después Mari Mar, a continuación Ana, luego Amanda, siguió Inma, Raquel tras ella, y por último Rocío, Mari Carmen, Luisa y Pili, que vivían en el mismo barrio.
Una buena comida las esperaba en la mesa.
LO INTENTAREMOS DE NUEVO
Un solo fracaso no era bastante para desanimar a unas chicas tan sedientas de aventura.
Sin contar con las siete desertoras, a pesar de que cada una había dado su razonable explicación al hecho, las diez exploradoras quedaron, procurando guardar el secreto, en verse el sábado siguiente y dedicarlo a la inspección minuciosa de Santa Isabel, terreno que ya conocían un poco porque allí intentaron una vez construir un globo.
A las diez y media en punto, relucían en La Solana diez bicicletas y diez sonrisas. Sin demora, partieron camino del cercano territorio inexplorado dispuestas a no dejar ni un centímetro de él sin escudriñar.
Lo primero que hicieron al llegar fue buscar un lugar donde esconder las bicicletas. No les resultó difícil dar con uno. Después de buscar un poco, encontraron una especie de semicírculo entre dos rocas, al cual se accedía por una boca lo bastante ancha como para permitir el paso simultáneo de dos personas. Había sitio para las diez bicis y allí las dejaron aparcadas en su posición natural, por razón de espacio, y no tiradas, como solía hacer más de una. Disimularon un poco la entrada con unas retamas que arrancaron del interior del refugio y se organizaron para llevar a cabo su segunda exploración. Formaron los mismos grupos que en la primera y se repartieron el terreno. Éste era menos accidentado que el de la expedición anterior, pero las roquedas eran mayores y más intrincadas, el panorama era prometedor. El grupo de Rocío eligió la parte alta y el de Pili, la baja. Empezaron a buscar muy afanadas. Cuando llevaban unos minutos en ello, Inma, muy excitada, comenzó a gritar a sus compañeras, que se habían dispersado para cubrir más zona.
- ¡Aquí! ¡Aquí! ¡Mirad!
Llegaron corriendo, una tras otra, y fueron subiendo apresuradamente a la roca donde estaba Inma, la cual formaba un círculo con otros dos peñascos; entre ellos quedaba un espacio interior no muy grande, pero lo más interesante era un amplio hueco bajo el peñasco norte. La única manera de bajar consistía en deslizarse por la roca en la que estaban y saltar cuando la inclinación de la misma quedaba cortada, a una altura considerable del suelo. Era peligroso, pero ni siquiera lo pensaron. Tampoco la subida resultaría inofensiva: tendrían que escalar la accidentada pared de la otra roca. Sin embargo, eso no era obstáculo para ellas. Por turno riguroso fueron deslizándose y saltando de una en una; ya abajo, Inma fue la primera en introducirse por el hueco, puesto que ella lo había encontrado. Tras ella pasó Raquel, que tenía costumbre de hacer tales cosas porque a menudo las practicaba por su cuenta en los alrededores de su casa. Enfocaron sus linternas hacia el interior y unos gemidos respondieron a la luz.
- ¿Quién está ahí?
- ¿Qué hay? ¿Qué hay?- gritaban desde afuera.
Inma y Raquel salieron con la respuesta en las manos: unos gatitos de pocos días.
- Hay otro dentro. Voy a por él.
Dicho y hecho, Inma sacó la última cría.
- ¿Hay alguna cueva?
- No, no hay nada.
No podían subir a los animales, pero había huecos entre las rocas a través de los cuales podían sacarlos. Rocío, Inma y Raquel escalaron y salieron al exterior. Desde dentro, a través de uno de esos huecos, Mari Mar y Amanda fueron pasándoles las crías. Después escalaron ellas y se reunieron con sus compañeras. Cada miembro del grupo se hizo cargo de un gatito. Con la nueva impedimenta, reanudaron la exploración, una exploración que llegó a su fin sin resultados, o al menos, sin los resultados que ellas esperaban. Acuciadas por el reloj, bajaron hasta el punto de reunión. Pili, María José, Ana y Luisa no habían llegado aún.
Éstas habían comenzado su búsqueda tras una previa distribución del terreno. Se dispersaron, al igual que habían hecho las del otro grupo, y empezaron a escalar, saltar, arrastrarse... Todo iba bien hasta que María José saltó tras una gran piedra sin mirar y aterrizó en unas zarzas. No gritó. Intentó desenredarse ella sola, pero tuvo que desistir y gritar pidiendo ayuda. A los gritos, acudieron las demás, asustadas. Con mucha maña, consiguieron sacarla de allí; tuvieron que quitarle espinas de todas partes, pero, afortunadamente, pocas le habían dañado de verdad: la ropa gruesa la había protegido y sólo tenía pinchazos en las manos y en los antebrazos, porque llevaba recogidas las mangas hasta el codo. Le limpiaron las heridas con un pañuelo y el agua de una de las cantimploras, que Pili llevaba colgada al hombro. Mari Carmen quiso vendarle los arañazos cubriéndoselos con los pañuelos, pero María José prefirió dejarlos al aire porque estaba convencida de que era mejor. En lugar de quejarse o arredrarse, ahora que ya había pasado todo les contó a las demás lo ocurrido riendo a carcajada limpia y arrancándoles risas a ellas; cuando pudieron dejar de reír, reemprendieron la exploración, pero con tan infructuosos resultados como el otro grupo, con el cual se reunieron a la una en punto.
Tras comunicarse recíprocamente el fracaso de sus inspecciones, llegó el momento de contar las peripecias notables de sus andaduras.
Los gatitos suponían un problema: ¿quién iba a quedárselos? La solución fue inmediata: Ana se llevaría uno; Rocío, otro; Luisa se hizo cargo de un tercero, para regalárselo a Tere, y los dos últimos se los quedarían Amanda y Pili.
Tanto caminar, saltar y escalar, sin contar el pedaleo de ida, les había abierto el apetito, así que, sin perder un minuto, recogieron de las bolsas sus bocadillos y la emprendieron a mordiscos con ellos, unos mordiscos tan colosales que cualquiera hubiera creído a los bocatas sus enemigos mortales.
A la vista de su segundo fracaso, tomaron la decisión de reunirse un sábado más y recorrer la zona de la Rastraera.
Pedalearon juntas hasta La Solana y allí se despidieron.
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